
José Ángel Rueda
17, septiembre 2025 - 6:00
Muchas veces, los acontecimientos históricos suceden de imprevisto, es decir, sin que sepamos realmente el día y la hora en la que la historia cambiará para siempre. El deporte evita buena parte de esa incertidumbre y a veces es posible saber que una noche podría ser inolvidable, aunque nada en realidad esté asegurado.
Eso pensaba yo esa tarde del 5 de agosto del 2024. La jornada en los Juegos Olímpicos de París había estado pesada, con el atletismo y los clavados sincronizados de 10 metros femenil, con Ale y Gaby, pero sabía que por nada en el mundo podía perderme la final del salto con pértiga y la actuación de Armand Duplantis.
Así que llegué al Stade de France y me acomodé en el lugar más cercano a donde estaba dispuesta la pista. En mi cabeza había imaginado decenas de veces ese momento en el que el saltador sueco rompe su propio récord del mundo y apenas cae en la colchoneta sale corriendo desbocado para celebrarlo con su familia.
Duplantis es de esa clase de atletas que propicia el silencio. Cuando se acerca su turno, la grada calla un instante breve, como si la expectativa no admitiera palabras. Luego vienen los aplausos rítmicos; incluso sus rivales animan al campeón. El sueco se toma su tiempo y de pronto enfrenta su carrera frenética hacia la historia.
Por aquel entonces, hace un año, quiero decir, la vara estaba en los 6.25 metros. Duplantis llegó pronto a una posición de imponer un nuevo récord y se enfocó en ello. Su primer intento fue fallido, también el segundo, aunque en ese momento me dio la sensación de que el sueco tiró la vara a propósito, como si quisiera agregarle mayor drama con una última oportunidad.
Constructor de atmósferas, Duplantis volvió a pedir el apoyo de la gente. Aunque ya tenía el oro en el bolsillo, el vértigo de superarse a sí mismo es lo que lo mueve. Entonces respiró hondo, corrió, saltó, libró la vara e impuso un nuevo récord, en el escenario soñado. La historia no podía terminar de otra manera más que con el sueco saltando desbocado a celebrar con los suyos, mientras en el estadio reinaba la sensación de haber vivido algo único. Sabíamos, sin embargo, que su legado no terminaría ahí.
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