
Geoffrey Recoder
3, octubre 2025 - 6:00
México vive el furor —o mejor dicho, el delirio— de ser nuevamente vitrina global del futbol: ser sede del Mundial 2026 nos permite soñar con reflectores internacionales, turismo, cámaras, asombro… pero la pregunta incómoda que nadie quiere responder es: ¿a qué precio?
En el discurso mediático se asegura que el evento generará 3,000 millones de dólares en negocios y atraerá a más de 5.5 millones de turistas. ¿Vitrina global? Sí. ¿Que esos millones beneficien al deporte local, a los niños, a las canchas de barrio? Ahí empieza la verdadera discusión.
Ya vimos cifras para remodelar el majestuoso Estadio Azteca: 1,511 millones de pesos entre 2024 y 2026 solo para ponerlo a la altura del evento. La Ciudad de México tiene comprometidos más de 6,000 millones de pesos en obras urbanas ligadas al Mundial. Guadalajara invertirá más de 1,300 millones de dólares en movilidad y urbanismo, mientras Monterrey supera los 3,800 millones en
modernizar accesos y transporte. En conjunto, hablamos de un gasto monumental que transformará la imagen urbana, pero cuya rentabilidad deportiva sigue sin estar del todo clara.
Y es aquí donde aparece el “costo de la grandeza”: el espectáculo es magnífico, pero ¿qué tanto se traduce en beneficio real para el deporte mexicano? Mientras las cifras para estadios y vialidades son públicas, las cifras destinadas a infraestructura deportiva comunitaria son prácticamente invisibles. Se presume con orgullo que el país será vitrina mundial, pero en los barrios siguen faltando
canchas iluminadas, entrenadores capacitados y programas de iniciación deportiva.
La experiencia internacional lo confirma: en muchos países que han recibido grandes eventos, la derrama turística se queda en hoteles, aerolíneas y cadenas globales, mientras el deporte de base apenas percibe un eco lejano. El riesgo es que la vitrina sea perfecta para la foto, pero estéril para la formación.
Cuando el espectáculo termine, lo que realmente debería importar no es cuántos goles vimos en el Azteca, sino cuántos niños tendrán un espacio digno para jugar futbol, cuántos jóvenes encontrarán en el deporte un camino y cuántas comunidades podrán decir que el Mundial les dejó algo más que recuerdos.
La vitrina global es real. El costo de la grandeza también. El debate que deberíamos abrir no es si podemos ser anfitriones, sino si queremos que ese esfuerzo monumental se traduzca en legado verdadero o en un espejismo pasajero.
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